Cronista de un bello sueño: los descalzos del Sur de Bolívar. El autor con su compañera de sueños,“Un viajero que aprovechó la oportunidad para echarse un morral al hombro y caminar su país de la mano de una mujer que lo hizo sentir inmortal, y de una hija que no cesa de darle lecciones de juventud y valor”.
Tuve el privilegio de enrolarme como cronista de un sueño insensato que iluminó a una generación llamada “los descalzos”, un puñado de desquiciados altruistas que anhelaban cambiar el mundo, entre quienes estaba Carmen Beatriz. Doble hechizo me cubría en 1982, mi vida se enrutó por otros cauces de manera radical.
Decidí seguirlos porque iba ella y también renuncié, como ella, a las “comodidades” citadinas.Nos instalamos en el mapa sin fronteras de una aventura del pensamiento, sin cordura ni riendas, como no he conocido igual, liberando nuestras energías más recónditas en pos de una armonía entre los colombianos, pacífica y generosa, digna de las futuras generaciones.Una sed nunca antes sentida nos llevó justo a las orillas del río Magdalena, al puerto de Magangué, como si solo esa caudalosa corriente pudiera saciar el tamaño de aquellas ansias de bienestar humano.
Centro Médico
Sin ningún aspaviento, Carmen Beatriz renunció a su cargo en la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia y se involucró sin restricciones al proyecto de salud liderado por el médico antioqueño Roberto Giraldo Molina. Se hizo cargo del laboratorio montado con todos los elementos necesarios para atender desde muy temprano, cada mañana, la nutrida fila de personas que acudían desde diferentes lugares del Sur de Bolívar.
El Centro Médico de Especialistas atendía en el segundo piso de una antigua casona de la Calle El Salto, con consultorios médicos, psicólogo, fisioterapia, óptica y una amplia sala de espera. En el primer piso funcionaba una farmacia con todas las de la ley, a cuya cabeza estaba Álvaro Garcés, otro descalzo antioqueño con estudios superiores en Administración y que al igual que los demás, había dejado las comodidades de la ciudad. En cuestión de pocas horas Carmen Beatriz tenía los resultados que Aidé, la secretaría, se encargaba de entregar a los médicos Roberto Giraldo o Silvia Casabianca. Con aquella eficacia llegó el día en que no dieron abasto.
Iniciaron las brigadas de salud por las poblaciones más apartadas, llevando consigo el microscopio y demás elementos que instalaban en algún cobertizo comunitario de las estribaciones de la Serranía de San Lucas. En las noches, bajo la tenue luz de una lámpara de petróleo y una cielo poblado de estrellas, conversaban con los pobladores sobre el cuidado de los niños, la nutrición, las enfermedades. Aprendían los unos y los otros, porque los pobladores compartían su sabiduría sobre las plantas medicinales. También leían en voz alta algún texto literario, contaban anécdotas y luego se retiraban a sus hamacas a descansar. Por mi parte, tomaba nota de todo cuanto veía y oía, disparaba mi cámara fotográfica: recogía material para el periódico acompañado de nuestra pequeña Bárbara que disfrutaba del “paseo”.
Del paraíso al infierno
Cuando no llega ni Dios ni los hombres a estas regiones, cualquier acción adquiere la dimensión de un milagro, pero exige infinitos esfuerzos y una férrea vocación de servicio. Carmen Beatriz y los demás de aquel Centro Médico se entregaban con pasión a su labor. No ahorraban energía alguna. A la vuelta de los años se había tejido una ancha y profunda red de comités de salud que alcanzaba la cuenca del Bajo Magdalena en los departamentos de Bolívar, Sucre y Magdalena. Cuando llegaba la brigada de salud, los pueblos entraban en una euforia conmovedora.
Entreverado con el programa del comité de salud, llegaba el periódico y la biblioteca ambulante. Se hacían encuentros campesinos para hablar de un nuevo proyecto que significaba un gigantesco paso: la creación de una cooperativa de productores del Sur de Bolívar, a cuya cabeza recuerdo a Julio Castellanos, el mismo me había presentado a Liborio Pineda, el anciano ciego que nos ilustró sobre la existencia de periódicos locales a comienzos del siglo XX, entre ellos El Pequeño Diario, del cual tomamos el espíritu de su nombre.
Eran los tiempos en que, por desgracia, a la cabeza de la nación se hallaba un presidente demagogo que cedía ante las presiones de los grupos armados. Como fruto de ese monumental error, Colombia vio con pavor cómo aumentaban los frentes guerrilleros y a su sombra los paramilitares. El Sur de Bolívar se transformó de paraíso en infierno. Las brigadas de salud fueron asaltadas, robados sus implementos médicos y personales. Las cuadrillas armadas establecieron retenes para cobrar vacunas, secuestrar y asesinar. La respuesta de Belisario fue poner al país a pintar palomitas, dejando a la población civil desprotegida.
Imposible continuar con las brigadas de salud. Magangué empezó a cambiar, el Sur de Bolívar se convirtió en zona de “descanso” de estos grupos y, paralelamente, aumentaron los cultivos ilícitos. El país entró en un tenebroso túnel. El sueño de “los descalzos” fue herido de muerte. No quedaba otro camino que abandonar la región y salvar la vida. Los compañeros del Centro médico ya habían partido.
Cuentas claras
Con profunda tristeza, Carmen Beatriz debió ponerse al frente de la liquidación del Centro Médico y organizar la retirada. Lo que tanto empeño exigió diez años atrás, era desmontado ahora. El sueño se había trocado en pesadilla. Cada peso, cada mueble, cada archivo, fueron debidamente liquidados y Carmen Beatriz se encargó de que no quedara ni una sola deuda. Cuando esta fase estuvo lista ella partió como quien se marcha por un camino que conduce al pasado. Yo me quedé en Magangué hasta que Bárbara terminó el año escolar y mientras tanto hice lo mío: clausurar el periódico.
El retorno
Era el año 1989 cuando Carmen Beatriz tornó a Medellín con las manos vacías pero pulcras. Esas manos hacedoras de barquitos de papel, de figuras de cerámica, de hermosos monederos de cuero, de caricias y detalles. El brillo de sus ojos había adquirido una mayor intensidad: la de los desafíos.
Logró reengancharse en la Facultad de Medicina e iniciamos, los tres, una nueva vida en esta ciudad de Medellín que se debatía entre el miedo y la violencia, una réplica virulenta y alevosa de lo que ya habíamos vivido en el Sur de Bolívar.
Dos años después, y gracias a los amigos a quienes les enviábamos cada número del periódico desde Magangué, reabrimos EL PEQUEÑO PERIÓDICO con nuevos bríos en un evento de lanzamiento en el Paraninfo de la Universidad de Antioquia. Al frente de esta nueva etapa nos acompañaron Mario Escobar Velásquez, Henry Díaz Vargas, Reinaldo Spitaletta, José Guillermo Anjel, Ricardo Torres y Libardo Botero, entre otros, quienes me apoyaron en la creación de la Fundación Arte & Ciencia como editorial literaria.
Tanto en Magangué, como ahora en Medellín, Carmen Beatriz fue un faro que ayudó a mantener el rumbo del periódico. No es posible contar la historia de EL PEQUEÑO PERIÓDICO sin destacar su papel. No hubo una sola nota Editorial que ella no leyera y comentara antes de ser publicada. Desde el primer número hasta este último, ella ha sido alma y nervio. Sus atinadas críticas, éticas y estéticas, permitieron el espiral in crescendo.Uno puede aprender a escribir bellos reportajes, alimentar las páginas de un periódico sui géneris como EL PEQUEÑO PERIÓDICO, pero sin una brújula, sin una luz como Carmen Beatriz, con su mirada práctica y aterrizada, en concordancia con el Comité Editorial, hubiera sido imposible lograr la excelente producción que miles de lectores pudieron disfrutar durante seis lustros.
Otros protagonistas
En el engranaje construido a lo largo de los años, jugaron su papel con impecable rigor muchas personas: Saúl Álvarez Lara, encargado de la imagen corporativa. El Comité Editorial en los últimos años: Nubia Amparo Mesa, Álvaro Jiménez Guzmán y Bárbara Galeano Zuluaga. Así mismo el Grupo Literario “El Aprendiz de Brujo” hizo causa propia y sus miembros escribieron y ayudaron a distribuirlo entre sus amistades.
Los corresponsales fueron los pulmones del país: Ramón López Gómez, y Juan Carlos Osorio en el eje cafetero, supieron transmitir a miles de jóvenes de Pereira y Risaralda el deseo de aventura en la palabra y el arte. Leonardo Agudelo, Historiador residente en Bogotá, donde ha desarrollado una gran labor de divulgación y ha escrito bellas páginas publicadas en el periódico. Johanna Rozo, líder cultural en Pamplona, escritora, poeta, gestora, periodista, ha llevado el periódico hasta nuevos lectores de esa región de Colombia. Luis Hernán Rincón R., desde Támesis, Antioquia, ha sido un baluarte, su pluma incisiva y su inteligencia nos hizo el camino más alegre y comprensible.
Algún día haremos un encuentro de corresponsales para compartir el tesoro de experiencias con dos maestros que han sabido estar presentes desde territorios distantes: Antonio Botero Palacio, en Magangué, y Gerardo Sánchez, en Rionegro. No hay palabras para expresar la profunda gratitud. Sus enseñanzas han marcado la vida del periódico. Quien quiera conocer el espíritu que alimentó a EL PEQUEÑO PERIÓDICO, no podrá seguir de largo, tendrá que detenerse en estos dos maestros. Su vida es un ejemplo para cualquier persona de cualquier lugar del mundo. Su universalidad radica en haber sabido ser leales a sí mismos y a su pueblo.
El privilegiado
Pero de todos los que hicieron parte del periódico el más privilegiado he sido yo. Un privilegio que, por supuesto, me ha exigido esfuerzos, que he pagado con una alegría a veces sin mesura. Cada edición fue una aventura diferente a la anterior, un encuentro con lo desconocido.
Creo que este cursillo de 30 años me da el derecho a sentirme “graduado”. Si no como periodista o escritor, cronista, reportero o editor, al menos como soñador que quiso ser cronista de un hermoso sueño. Un viajero que se echó un morral al hombro y caminó su país de la mano de una gran mujer que lo hizo sentir inmortal, y de una hija que no cesa de darle lecciones de juventud y valor.
Nada más puede pedir un aprendiz que al cabo de la jornada se prepara para otro camino más azaroso y anónimo: el de su propia obra. Algo así como ser cronista de su propia imaginación.
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Tomado de la Edición impresa No. 100 de EL PEQUEÑO PERIÓDICO.